Leer nos enriquece la vida. Con el libro volamos a otras épocas y a otros paisajes; aprendemos el mundo, vivimos la pasión o la melancolía. La palabra fomenta nuestra imaginación: leyendo inventamos lo que no vemos, nos hacemos creadores.
José Luis Sampedro

jueves, 17 de noviembre de 2011

Nit de Difunts. Relats de 3ESO

Noche de Difuntos, de Lídia Aísa


Zahara encendió la vela. Le esperaba una media hora antes de medianoche, aunque sabía que seguramente se retrasaría.
Al cabo de unos cinco minutos oyó unos golpes en la puerta de la choza. Se cubrió sus cabellos con la capucha oscura de su capa, y sin decir nada abrió la puerta. Al otro lado le esperaba una figura alta y ancha de hombros cubierta como ella con una capa oscura.
Avanzaron sigilosamente entre los árboles deshojados. Las capas rozaban en el suelo desigual produciendo un suave sonido escalofriante.
Estuvieron un rato caminando en silencio, sin mirarse, siguiendo un rumbo fijo que los dos conocían.
De pronto pararon, parecía que habían llegado a su destino. Zahara sacó de debajo de la capa una cruz con extraños símbolos célticos.
La alta figura se quitó la capucha y miró a Zahara con sus profundos y claros ojos verdes, le sonrió y la chica le respondió sin darse cuenta.
Al cabo de un instante, separaron la mirada y se centraron en lo que iban a hacer. Aquella era una noche muy especial, sabían que si perdían aquella oportunidad, no la volverían a tener hasta el cabo de un año. No podían perder tiempo, la chica vaciló y el chico le cogió el colgante y lo colocó en la roca cubierta por el musgo. Encajó a la perfección.
De golpe la cruz se iluminó levemente y se levantó un viento sobrenatural que movía los helechos y las ramas en todas direcciones, les enredaba el cabello y les hacía volar las capas a un lado y a otro. Sin embargo los chicos no se movieron ni un paso.
Entonces, en la roca, sin motivo aparente, se empezó a grabar una inscripción. En un instante, el viento cesó y todo quedó como si nada hubiera ocurrido.
Se acercaron a la roca que había sido convertida en tumba y leyeron la inscripción, Beyumas Aryan, 1614-1692. Lo habían conseguido. Era la única noche en la que podían invocar al espíritu del mago para consultarle sus dudas sobre lo que debían hacer.
Se cogieron de las manos y empezaron a recitar con voz monótona palabras olvidadas, de lenguaje antiguo, de un poder descomunal si sabían cómo decirlas.
El pelo se les erizó aunque a su alrededor no se notó cambio alguno. De repente una luz blanca les hirió los ojos y cayeron sin aliento en la hierba húmeda.
Sus cuerpos yacieron en la hierba cogidos de las manos. La visión que hubieran tenido de estar conscientes les hubiera herido los sentidos y el alma hasta matarlos, el espíritu lo sabía, y no deseaba a nadie lo que había más allá. No, les iba a dar la respuesta a través del pensamiento. Sabrían lo que necesitaban para escapar, pero no recordarían cómo lo había hecho.

Rosas y vengaza, de Clàudia Cobos Caballero
“Los mismos pensamientos…  los mismos recuerdos… los mismos sentimientos me persiguen cada noche. Incluso después de la muerte. Primero amor… luego frustración y dolor, y más tarde odio. Un odio que llega a lo más profundo del corazón y lo pudre por completo. Acabas aprendiendo a no derrochar lágrimas por aquella persona que te ha hecho tanto daño, pues sabes que no vale la pena y la tristeza  acumulada se convierte en rabia, una rabia que de alguna manera tiene que salir porque si no, te destruye por completo. Y de esta rabia nace la venganza.”
Lo último que recuerdo de aquella noche son sus manos ensangrentadas y el odio de su mirada fijada en mí.
El dolor es tan grande que no lo puedo soportar más. Necesito enfrentarme a esos miedos y por ello voy al único sitio donde los recuerdos y las emociones son más fuertes. Donde solíamos ir para estar tranquilos y donde se encuentra mi cuerpo, o lo que queda de él. Deambulo durante horas hasta que llego a mi objetivo.
Ante mí se elevan las puertas retorcidas de hierro oxidado del cementerio.
Antes de entrar vacilo un poco y, a pesar de la oscuridad, recuerdo dónde está cada una de las lápidas y nichos.
Camino por todo el cementerio parándome en cada uno de los sitios donde solíamos estar. Donde nuestros besos quedaban sellados y las palabras se las llevaba el viento. Donde el silencio era tal que podíamos oír el latido de nuestro corazón. No puedo evitar las lágrimas al pensar en los momentos que pasamos juntos en aquel sitio. Es difícil olvidarlo, y más aún soportar el peso que conlleva este sentimiento.
Un ruido me hace volver a la realidad. Veo entre las sombras una figura humana. Un chico. Me dirijo hacia él a una distancia prudencial, pues olvido por completo que los humanos prácticamente no nos perciben. Lleva unas increíbles rosas rojas y va vestido completamente de negro. Camina lentamente. Gracias a la luz de la luna puedo reconocer el color de su pelo, negro como la tinta, y el de sus ojos, azules como el mar en invierno. Se me hiela la sangre y me paralizo por completo. Es él. Se dirige hacia mi lapida y deja las rosas encima de ella. Las mismas rosas que me regaló el día antes de matarme. Es mi oportunidad, la rabia acumulada durante todo un año quiere salir, pero no puedo hacerlo. Lo veo allí, acurrucado ante mi lápida y con las rosas sobre la fría piedra. Una lágrima resbala por mi mejilla al mismo tiempo que me dejo llevar.
Cuando abro los ojos de nuevo veo su cuerpo inmóvil encima de mi tumba y mis manos cubiertas por su sangre.
Hay momentos en que la rabia es tan fuerte que se apodera por completo de ti, dejando actuar solamente el lado oscuro de tu corazón.”







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