Leer nos enriquece la vida. Con el libro volamos a otras épocas y a otros paisajes; aprendemos el mundo, vivimos la pasión o la melancolía. La palabra fomenta nuestra imaginación: leyendo inventamos lo que no vemos, nos hacemos creadores.
José Luis Sampedro

jueves, 17 de noviembre de 2011

Nit de difunts. Relats dels alumnes de 4ESO

Fa molt temps.... de Mariona Moliner

 Fa molts temps, quan jo tenia deu anys, una curiositat infinita i l’absoluta però errada certesa que tot és per sempre, vaig entaular amistat amb un vell nadiu australià. Tot el que la meva anciana ment em permet recordar ara és el seu curiós accent, algunes de les nostres converses i la ploma que sostenia la seva mà arrugada i trèmula, que acariciava lentament i elegant el paper d’una llibreta gastada.  
   Per aquella època m’havia fracturat la tíbia i el peroné intentant alçar el vol des del cim d’una olivera centenària. Desgraciadament, en aquella ocasió la gravetat va guanyar la partida.  Encara sóc capaç de sentir el turment d’aquell infern que vaig haver de passar: el repòs. Va ser en aquell moment que vaig comprendre que el meu cos rebutjava completament i inapel·lable el descans. Em passava hores senceres observant a través del vidre de la meva claustrofòbica habitació, delint-me per sortir al carrer i moure’m lliurement, sense sentir el pes incessant del guix.
   Una d’aquelles tardes gèlides d’octubre, en les quals comptava els minuts restants per alliberar-me de l’etern repòs, un ancià de barba canosa i cabell escàs, que no havia vist mai pels carrers del meu poble, s’assegué al banc de la vorera del davant, fent cas omís de les ràfegues de vent que jugaven amb la seva bufanda grisa. Jo, acostumat tan sols al moviment de les fulles d’arbres perennes, vaig prestar tota la meva atenció als gestos de l’estrany.
   Mantenia la mirada fixa en un punt indeterminat que no entrava en el meu camp de visió, i es va quedar així durant trenta minuts o més. Començava a preocupar-me que el pobre home hagués perdut la mobilitat a causa del fred, però un petit canvi de posició desmentí la meva conclusió. Vaig seguir amb els ulls la seva mà enguantada, que s’introduïa per una escletxa de l’abric i en sortia instants després amb una petita llibreta. Tot seguit, va agafar un bolígraf i escrigué quelcom. Després, la va tancar amb brusquedat, la desà novament i s’alçà. Tal i com havia aparegut ‒de sobte, discretament, sense motiu aparent‒ va esfumar-se carrer avall.
   Aquesta escena es va repetir durant dies, sempre a la mateixa hora, amb els mateixos moviments. Resultava una distracció notable, si bé també era anòmal i un pèl preocupant. Però jo era massa petit i ingenu encara per alterar-me.
   El setè dia, preveient l’arribada de l’ancià, vaig decidir baixar al carrer a rebre’l, infringint així les condicions que el metge m’havia imposat. Ben abrigat, vaig seure al banc i vaig restar allí uns quants minuts. Tal i com m’havia imaginat, el desconegut va ser puntual i es va asseure al meu costat. El silenci que prosseguí em va sorprendre quasi tant com la seva indiferència cap a mi. És que no s’adonava que em tenia al costat?
   ‒ Hola ‒vaig començar, però va continuar sumit en el desinterès. Va agafar la seva llibreta i hi va escriure amb una ploma‒. Què escriu, senyor?
   Com si no hagués sentit la meva veu, no es va aturar d’immediat. Seguí concentrat i, finalment, la va tancar. Vaig sentir el seu sospir rugós i nostàlgic; semblava que li costava respirar.
   ‒ La meva vida. Escric la meva vida ‒contestà.
   ‒ I això per què?
   Va fer una pausa, en la qual el xiulet del vent era l’únic que omplia el silenci. Jo, expectant, esperava la seva resposta.
   ‒ Per no oblidar-la.
   ‒ I per quin motiu l’escriu assegut en aquest banc? ‒m’encuriosí. Era realment un home rar.
   Va fer un parèntesi encara més llarg que l’anterior i després, amb la veu aspra, respongué:
   ‒ Perquè va ser aquí on vaig morir...

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Fernando, el tonto, de Bernat Cabrera

Todos me consideran tonto. Mis papás siempre dicen, "Este hijo nuestro, de listo no tiene un pelo". Y no les odio. Por algo son mis papás.
Cuando iba al colegio, todos se reían de mí. Me tenían aparte como si oliera mal. Como si apestase. Y siempre cantaban: "Fernando es tonto. Tonto de Fernando. No sabe escribir ni leer. Ni leer ni escribir. Tonto de Fernando. ¿Para qué vienes al cole, si eres tan tonto?" Siempre lo mismo. Día tras día, semana tras semana... Era verdad. Yo nunca supe escribir bien. Ni recitar en voz alta. Pero el dibujo sí que se me daba bien. Bastante bien se me daba el dibujo. A veces, cuando un compañero de clase me llamaba tonto, yo por dentro, pero que muy dentro de mí, lo odiaba. Este compañero tenía un cachorrito que le habían regalado sus papás por su cumpleaños, y como yo lo odiaba tanto, cogía un folio en blanco y con un rotulador de punta gorda dibujaba al cachorro. Lo dibujaba muerto bajo las ruedas de un coche. Muerto, muerto. Aplastado. Al poco veía llorar a este compañero de clase. Al cabo de unos tres días más o menos. La profesora lo tuvo que consolar. Acababa de enterarse de que su perrito había muerto esa misma mañana. Qué pena. Y yo me dije, qué bien, lo había dibujado muerto, y ahora el animalito estaba muerto. Hay que ver qué dibujo más lindo. Tenía una prima unos cuantos años mayor que yo. Siempre que venía de visita, se burlaba de lo tonto que soy. Y mis tíos, sus papás, nunca le decían nada. Nada de "No le digas a Fernando lo tonto que es, Casilda. Pórtate bien con tu primo". Es más, hasta sonreían cuando ella me tomaba el pelo. Y mis papás, a los que nunca he odiado ni odiaré, porque son mis papás, se lo tomaban con humor porque ya sabían que yo jamás iba a escribir un libro de lo tonto que soy. Ni iba a aprobar un examen. Pero aunque a mis papás no les molestaba que mi prima dejara ver lo tonto que soy, a mí si que me fastidiaba. Mucho. Y de tanto tomarla conmigo, la fui odiando. Un odio cada vez más fuerte. Y un fin de semana que ella y sus papás nos vinieron a visitar, cogí otro folio en blanco y con trazos muy gordos dibujé a mi prima en la cama de un hospital con cara de muerta. Pálida y con los labios morados. A los pocos días, mamá le dijo a papá que Casilda estaba ingresada en una clínica, que le habían detectado un cáncer incurable y que iba a morir pronto. Qué pena. Y aunque mis papás creían que yo no estaba escuchando lo que decían, me enteré de todo. De nuevo me dije, qué bien dibujas. Has dibujado a la prima con cara de muerta, y muerta va a estar. Qué pena.

Yo era tonto, pero sabía dibujar.

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Frío, de Juan Ignacio Zatt

Se dice que Soledad Ribero (14/05/125-2/11/156) era hija de un carpintero (Enrique Ribero) y de su esposa (Dolores Ramires). A los 14 años se convirtió en monja. Prometió por su vida que se estudiaría cada uno de los santos existentes, ya que creía que si se estudiaba cada uno de ellos se libraría del pecado original.

2 de noviembre de 156:


            A los 31 años de vida cayó enferma a consecuencia de la peste negra. Antes de morir recordó el grave error que había cometido.

31 de octubre de 1856

         Rodolfo Waschem (religioso de 20 años) encontró en una ermita en la cima del monte Restro una caja de madera de roble tallada. En el frente ponía “Soledad”. Dentro, un antiguo testamento, un diario personal y un bloc con 363 papeles, cada uno con un santo, su fecha de nacimiento y fallecimiento y el motivo por que lo era. La noticia corrió por todos los diarios del mundo. Cada uno daba diferentes versiones de la historia; se manipulaba la información, como siempre.
           
            El Papa, conmocionado por la situción, decidió investigar sobre el asunto. Es increíble cómo la iglesia tenía todo registrado. Soledad Ribero murió por culpa de la peste negra, en el siglo I. Conocida por la hazaña que había hecho, el Papa puso una nueva fecha en el calendario católico.
           
            El 2 de noviembre fue clasificado como el Día de los Difuntos.

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La Noche de los Difuntos, de Olga Prat

Falta poco más de una semana para celebrar la castañada. En casa siempre hemos celebrado mucha esa noche. El año pasado tuvimos la visita de la hermana de mi abuela, que vino por la tarde, nos ayudó a coger las castañas y se quedó a cenar y a dormir con nosotros.
Fue una gran suerte que viniera porque nos lo pasamos genial. Después de cenar, como cada año, nos sentamos delante del fuego a esperar que el calor y el vapor terminaran de cocer las castañas. Mi padre nos sirvió un vaso de moscatel y mi tía nos contó una historia que hasta entonces no conocíamos. Nuestra casa era la casa de los abuelos, la casa donde crecieron mi abuela y sus hermanas, pues resulta que cuando eran niñas, vivieron una misteriosa experiencia. La vivienda, una vieja casa de campesinos con muchas dependencias tenía una sala que se usaba como bodega. Allí guardaban los barriles de vino y con el que se echaba a perder elaboraban el vinagre. Es allí donde sucedieron los extraños episodios que nos contó nuestra tía. Se ve que mi tía, barriendo, se dio cuenta de que las gotas de vino que goteaban del grifo habían manchado el suelo, y curiosamente dibujaban un rostro. Mi tía no le dio ninguna importancia, pero cuando intentó limpiarlo se dio cuenta de que era imposible, de que las manchas de vino habían penetrado en las baldosas de arcilla. Se lo comentó a una vieja campesina vecina de la casa, y ésta un día fue a ver las extrañas manchas. Al observarlas se sintió como si hubiera visto al diablo y salió corriendo de la bodega. Mientras se iba a paso ligero a casa mi tía le preguntó por qué se había asustado tanto, y la vecina le contestó que era el rastro de su difunto esposo, que había muerto hacía muchos años ahogado en el pozo. Mi tía no se creyó ni una palabra, pero por si acaso estaba dispuesta a quitar esa dichosa mancha de vino. Así que se dirigió a la tienda del pueblo a comprar una botella de salfumán. El tendero del pueblo le dijo que no le quedaban, que hacía un momento que había vendido la última. De manera que tuvo que volver a casa con las manos vacías. A la mañana siguiente oyeron la llegada de varios coches a casa de la vecina, y al poco rato supieron que esa misma noche la mujer se había tomado entera la botella de salfumán que ella misma había ido a comprar el día anterior. Pero lo mejor es que la mancha desapareció, a pesar de que nunca llegara a limpiarse con el salfumán.

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Era el primer otoño...  de Isabel Camarasa

Era el primer otoño que Max sentía frío, no frío físico, sino frío en el corazón.
Su abuela había fallecido el mes anterior y a sus padres no se les había ocurrido mejor idea que mudarse a la casa que les había dejado como herencia, ya que era mucho más grande.
Max estaba solo en su nueva casa recordando las frías tardes de invierno, cuando salía del colegio e iba camino a la casa de su abuela con las mejillas enrojecidas por viento cortante, envuelto en una bufanda que le tapaba casi toda la cara, con su mochila roja colgada a la espalda. Tan sólo poner un pie en casa de su abuelita sentía protección, calidez y un tremendo olor a castañas. Su abuela estaba sentada delante del fuego. Al verle entrar, le sonreía y daba unas palmaditas a la silla que tenía a su lado, invitándole a sentarse. Luego le ofrecía unas castañas recién salidas del fuego y así pasaban la tarde, abuela y nieto sentados contemplando cómo bailaba el mar de olas rojizas y amarillentas que tenían delante mientras la abuelita relataba historias de su pasado. Sin embargo, aquella casa que tan acogedora le había parecido, ahora sólo le hacía sentir un frío distante y esquivo.
Max no podía más. Los recuerdos de su abuela martilleaban su cabeza sin cesar. Desesperado, decidió buscar un rinconcito en el que no lo invadieran. Recorrió toda la primera planta sin resultado alguno, así que decidió subir a la segunda. Nunca había estado allí. Su abuela siempre apagaba su curiosidad por saber qué había en el piso de arriba con alguna historia de terror que ahora comprendía que no tenía la menor credibilidad. Subió poco a poco las escaleras de madera vieja, rezando a cada paso que los frágiles escalones cumplieran con su labor. Arriba todo estaba oscuro. Había una bombilla colgando del techo, pero a juzgar por el aspecto de los cables no debía funcionar. Max avanzó en la penumbra y de repente se topó con algo, un viejo piano. Su abuela nunca le había hablado de su existencia. Se preguntó por qué estaba allí, quizás alguien de su familia lo sabía tocar, aparte de él. Tal vez su abuela. Max lo examinó cuidadosamente. “Debe de estar muy desafinado, si es que suena. Además seguro que tiene un par de cuerdas rotas y con el polvo, los martillos no deben funcionar.”-Pensó. Apartó una sábana blanca que cubría la banqueta y se sentó. Una nube de polvo se formó al abrir la tapa. Max pasó el dedo suavemente por las teclas. Era increíble. Tenían todas una ligera deformación con la forma de los dedos. Quien fuese el pianista, pasaba horas y horas tocando. En el atril había algunas viejas partituras. La mayoría estudios de técnica y velocidad. La última de todas, no obstant, llamó la atención de Max. Donde se solía escribir el tempo, estaba escrito: “Una canción que no está escrita con tinta, sino con sentimientos.” Max la colocó en el atril y empezó una lectura a vista. Posó sus dedos sobre el teclado y con el dedo índice tocó la primera nota de la melodía. Al instante oyó unos susurros ininteligibles y una especie de corriente eléctrica le recorrió el cuerpo. Apartó la mano de golpe. No entendía lo que acababa de suceder. Intentó serenarse. Serían imaginaciones suyas. Respiró hondo y volvió a tocar. Los susurros reaparecieron. Pero esta vez Max siguió tocando. El latido acelerado de su corazón le hacía perder el ritmo y cada vez los susurros se hacían más confusos. Entonces una voz en su interior le dijo: “No escuches lo que digan. Tú solo preocúpate de hacer de esta partitura las más bella obra de arte.”. Hizo caso a aquel sabio consejo y poco a poco, la melodía cobró vida. Cuanto mejor tocaba, más nítida se volvía la voz. Parecía la de una mujer. Lo único que consiguió captar fue: “El tiempo vuela, la música lo para. La respuesta a todo, está atrapada en ella. Búscala.” La melodía acabó. Max estaba perplejo. Presa del miedo, cerró la tapa del piano como si quisiera sepultar allí todos los susurros y bajó apresuradamente al salón. Una vez allí, se sentó en el sofá e intentó hacer como si nada hubiese sucedido. Se preguntó cuándo llegarían sus padres. Al mirar el reloj se quedó perplejo: las agujas giraban al revés. Max reflexionó sobre las palabras de la mujer del piano. Se armó de valor y volvió a subir. Esta vez, estaba dispuesto a interpretar la melodía a la perfección. Sintió los nervios propios de antes de subir al escenario, los dedos sudados, el silencio sepulcral en la sala, la expectación del público, porque aunque en este caso era inexistente, tenía la sensación de que tocaba para alguien. Rompió el silencio con la primera nota, y la melodía empezó a fluir. “Una canción tocada por mis dedos, pero dirigida por mi corazón y como diría el compositor, una canción no escrita con tinta sino con sentimientos.”.-Pensó.  La atmósfera cambia y la tímida voz sale a la luz para desvelar su historia.
“Tantos años callada, esperando encontrar al pianista que pueda interpretar a la perfección esta pieza... Y cuando dejé de buscar, él me encontró a mi, o eso creo. Quizá te preguntarás quién soy. No sé si lo sabías, Max, pero tu abuela tenía una hermana. Una hermana pequeña. Esa soy yo. Bien, ahora que nos conocemos mejor, prosigamos con la historia.
Yo era una niña de 5 años inocente, traviesa y curiosa. Un día, jugando con mi hermana descubrí este lugar. Encontré la misma partitura que encontraste tú,  me sentí atraída por ella y empecé a tocar. Entonces, sentí una corriente eléctrica que me recorrió todo el cuerpo y una voz empezó a hablar. Me dijo que había tocado el piano prohibido y como castigo, todos los relojes irían marcha atrás hasta llegar a la Noche de los Difuntos. Si llegados a este punto no conseguía tocar la melodía a la perfección, perdería la vida. Cada día tocaba horas y horas, sin descanso para conseguirlo, pero por culpa de mis dedos demasiado pequeñitos no llegaba a tocar un pasaje de octavas. Así que a las doce de la noche del 1 de noviembre de 1908, morí y me convertí en la guardiana del piano prohibido. Faltan dos minutos para medianoche Max... y supongo que sabrás en qué día estamos. Así que concéntrate y acaba de tocar a la perfección, te va la vida en ello. Y recuerda, como tú dijiste, toca con el corazón".
Sólo faltaba la última nota pero una mancha de tinta la tapaba. La intuición de Max le decía que tocara la dominante, pero su cabeza sabía que era más lógica una cadencia auténtica, por tanto, acabada en tónica. Hizo caso al cerebro y tocó la tónica. La última nota había sonado despidiéndose de todas las demás. La suerte estaba echada. Había un silencio sepulcral.  A Max le temblaban las manos. De repente, volvió a sentir una corriente por todo el cuerpo y un susurro le dijo: “Te dije que tocaras con el corazón, no con la cabeza. La música es más sentimiento que no saber.”. Se le heló el cuerpo y en ese instante, supo que moriría, así que sin dudarlo aprovechó sus últimos segundos de vida para romper la partitura mortal ya que la música lo único que debería matar es la muerte. Y así murió Max, sonriendo por dar la vida por la cosa que más había amado, la música.


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